Ladraba un perro al final de la calle, obediente a la voz del amo se calló pronto. Al rato, la lejana tormenta que el animal había percibido bramaba desbocándose con gran aparato sobre los primeros edificios del pueblo. El hombre, metido en la cama, arrepentido de no haberse echado una manta más encima, pensó en Sodoma y Gomorra. En su duermevela, aquella mujer tan pronto parecía uno de los ángeles...Serían ángeles, aunque lo más posible fue que fueran jóvenes...Uno de los ángeles que visitaron a Lot para avisarle de que se pusiese a salvo porque la ciudad en la que vivía él con su familia sería desbastada, destruida por completo con hielo y fuego...Como... Sin llegar a caer rendido, se dio el hombre la media vuelta en su lecho. La ventana tiritaba ante los empujes de las ráfagas violentas de aire que una nueva ciclogénesis levantaba a doquier. Luego escuchó como el ruido de cascabeles, y era el chaparrón en plena noche repiqueteando contra los cristales y la media persiana levantada. Su cuarto daba al Noroeste. Entonces pasó un coche por la general, y entre el relampagueo de los faros entrando por debajo de la media persiana levantada y el ruido de cascabeles, la vio de nuevo a ella como en sueños, bailando seductora primero, libidinosa después, y pidiendo la cabeza de alguien al posar sus sensuales labios en los suyos, antes de meterle la lengua hasta la laringe para impedirle gritar.
Fue la lluvia copiosa y fría, y su ritmo repetitivo y constante, amenizado de vez en cuando de algún trueno redondo y sonoro allende tierra a dentro, lejos del Camino Alto, lo que acabó consolándole. Lluvia cuya especie de persistente pureza, ya desde niño le calmaba. Luego por la mañana sería domingo, nadie tenía nada que hacer, el domingo a esas horas la gente aún no habría asomado los ojos, más cuando habían quitado la misa de las siete y media. La misa de las siete y media... Se despertó. Suspiró al acordarse de pronto de aquella mujer joven, la que aparecía en sus pesadillas de adulto.
Se levantó. Y después de las obligadas abluciones, todavía en pijama, se sirvió café de la cafetera y lo metió en el microondas... Rubia caramelo, del color de aquel muchacho, su difunto hermano, pero alta, esbelta, orgullosa...
¿Quién se creía que era para despreciarle a él? Tres años levantándose de madrugada para no faltar a la primera misa, tres años de piadosa adoración a aquella virgen viviente de carne y hueso para descubrir que, como todas, era un demonio de vanidad y lujuria, de hipocresía e interés... Echó el trago de café sin haberle dado vueltas con la cucharilla y casi se quema. Un café solo por las mañanas y entraba en las prisas de vestirse mientras su cerebro, otra vez, se ponía a cien: Quitaron la misa porque solo iban cuatro pelagatos, bueno, cinco, tres viejos marineros, ella y yo. Claro que luego estaba el cura, y las monjas, haciendo un montante en total de unas quince personas las que asistían al oficio. No se hacía un buen cepillo. No merecía la pena. Pero me ha venido bien la misa de vísperas, una misa que tampoco es multitudinaria. Y a mí, que nunca me ha gustado madrugar. Además a esas horas tampoco hay mucha gente en la calle. ¡Mejor! No me apetece encontrarme con nadie.
Muchas veces, demasiadas, sentía como si cualquiera pudiese leer en su cara, todas y cada una de las decepciones que le había dado la vida. Las mujeres le habían plantado, alguna incluso en el propio altar... Y eso había recibido, calabazas, sistemáticamente, desde su juventud. ¡Si el hubiera sido alto y de buena planta!
Tampoco había empresa fuerte, o taller de utilidad que no le hubiese rechazado para trabajar. Sabía de todo; pero no rendía en nada. La palabra oportunidad no existía para él.
Salió a la calle, aún sin tener ganas de encontrarse con nadie... Rezar, había rezado. Durante tres años no había faltado a la misa diaria ni un solo día. Luego, a la salida, después de estirar un poco las piernas solía volver sobre las nueve de la mañana a casa. Y ese domingo sería igual; Pero sin misa. Encontraba a su madre, ya mayor, haciendo el desayuno. Entonces desayunaba con ella, aunque no cruzaban una palabra, y luego se volvía a la cama hasta las doce o las tres, según lo que le apeteciera dormir. Recordaba que, cuando quitaron la misa de la mañana, aquello le vino estupendamente y le ayudó a albergar nuevas ilusiones.
Al anochecer había esperado fiel a la salida, y sólo por ella, la cual solía asistir a esa misa por la tarde. Eran amigos. A ella le gustaba explicarle La Palabra. Se habían conocido el día del funeral del hermano de ella, aquel joven loco del color de un pirulí pegajoso, rubio, con las mejillas siempre de color bermellón, y que se había quitado la vida arrojándose de un andamio al vacío. Habían pintado juntos, paredes, carpinterías, fachadas. Ella sólo podía conocerle a él de vista, de haberle visto con su hermano. De eso que aquella joven se hubiese hecho medio monja, casi una penitente. Decía que era pecado suicidarse, que su pobre hermano quizá había estado poseído y que, aunque no se le había negado la cristiana sepultura, ella tenía que rezar por él todo lo que pudiera. Entonces, mientras luego le explicaba La Palabra, al tiempo se dejaba acompañar hasta la puerta de su casa. Y así cada día, durante al menos año y medio. Hasta el día en que él se declaró una noche de verano, después de haber caminado la ida y la vuelta del espigón del puerto, que era bien largo, por partida doble; Después de contemplar juntos como el sol sediento al final de la larga jornada se hundía en el agua de la ría. Y ella rompió a reír. No sólo se conformó con rechazarle, que se había reído de él, reído, con todas las letras. De cualquier manera, fuera como fuera, o hubiese sido como fue, se sentía tan sumamente desgraciado, que una vez de vuelta a la cama todavía caliente, con el desayuno de tenedor confortando su miserable estómago, allí quería quedarse para no volver a levantarse más, con el único deseo de escuchar un ¡Bum! lejano, y que a él no le pillara, mientras todo saltaba por los aires.