jueves, 6 de mayo de 2021

 

Fue la lluvia copiosa y fría, y su ritmo repetitivo y constante, amenizado de vez en cuando de algún trueno redondo y sonoro allende tierra a dentro, lejos del Camino Alto, lo que acabó por darle consuelo, lluvia cuya especie de persistente pureza, ya desde niño le calmaba. Luego por la mañana sería domingo, nadie tenía nada que hacer, el domingo a esas horas la gente aún no habría asomado los ojos, más cuando habían quitado la misa de las siete y media. La misa de las siete y media...Pensó entonces que si un monje empieza El Oficio de Lectura a las cinco y media, tras ese oficio se desayuna, y enseguida empieza la misa, quizá le sería bastante difícil seguir esa vocación. Se despertó. Suspiró al acordarse de pronto de aquella mujer joven, la que aparecía en sus pesadillas de adulto. Luego, se acordó de la cueva recién descubierta y en la posibilidad de iniciar una exploración en condiciones.

  Se levantó. Y después de las abluciones obligadas, todavía en pijama, se sirvió café de la cafetera y lo metió en el microondas... Rubia caramelo, del color de aquel muchacho, su difunto hermano, pero alta, esbelta, orgullosa... 

  ¿Quién se creía que era para despreciarle, a él? Tres años levantándose de madrugada para no faltar a la primera misa, tres años de piadosa adoración a  aquella virgen viviente de carne y hueso para descubrir que, como todas, era un demonio de vanidad y lujuria, de hipocresía  e interés... Echó el trago de café sin haber agitado la cucharilla en las vueltas pertinentes y casi se quema. Un café solo por las mañanas y entraba en las prisas de vestirse mientras su cerebro, otra vez, se ponía a cien: Quitaron la misa porque solo iban cuatro pelagatos, bueno, cinco, tres viejos marineros, ella y yo. Más el cura, más, las monjas, haciendo un montante de unas quince personas . No se sacaba ni cepillo. No merecía la pena. Pero me ha venido bien la misa de vísperas, una misa que tampoco es multitudinaria. Y a mí, que nunca me ha gustado madrugar. Además a esas horas tampoco hay mucha gente en la calle. ¡Mejor! No me apetece encontrarme con nadie.

Antes de comer, igual me subo a la huerta...Por aquí tenía yo una buena linterna.

Revolvió en unos cajones de la cómoda de la entrada y hablando sólo dijo:_ Esta daba una buena luz,digna del mejor expeólogo. Me faltan las pilas. Por aquí tenía que haber unas pilas._ Y siguió revolviendo.

Su madre le oyó hablar en voz alta.

_ ¿Para qué necesitas la linterna? ¿Qué estás rebuscando?_ Preguntó ya en el pasillo, justo detrás suyo.

_ He descubierto una cueva. Al menos, eso parece, la entrada de una cueva.

_ Te refieres a la que hay en la huerta de las monjas.

_ ¿Cómo lo sabe que hay ahí una cueva?

_ Estoy aburrida de entrar y salir por ahí. De niñas jugábamos a ver quién se atrevía a pasar el pasadizo. Y yo era de las atrevidas. Luego el ayuntamiento mandó clausurar la entrada.

Su madre era nacida y criada en Portugazo**** Luego, se casó con un aldeano del concejo de allende la ría. Y era esa la razón por la que él se había criado en la aldea hasta regresar a Portugazo.

_ Nunca había oido hablar de ese pasadizo.

_ Hay varios. Son de la época medieval, y comunicaban entre sí algunas de las casas importantes e institucionales del pueblo. Y eran también una salida en caso de sitio. Por eso las salidas son generalmente por Cantera Ora._ Su madre continuó explicando._ A veces, de niños, cuando jugábamos entre los muros del viejo puerto medieval, el que había antes de que se fueran retirando las aguas con los años, nos metíamos por la oscura Puerta de La Mar, y subíamos, y subíamos...Los más atrevidos.

_ Usted era de las atrevidas, entonces.

_ No esté mal admitirlo. Lo era.

La mujer sonrío complacida. Parecían dos niños, la madre y su hijo, hablando de aventuras.









 

Le dio rabia y le entró como una especie de asco cuando la vio temblar sólo porque le había echado cuatro gritos. ¿Cómo no sentir vergüenza de semejante compañía? En mala hora se había dejado envolver. No era mala mujer. Por lo general hablaba muy poco, se había hecho a mantener esa especie de silencio que guardan los que no tienen mucho bueno que contar, más bien al contrario. Y ¿qué iba a contar esta pobre? ¿Que había tenido que salir de casa de su madre para que su hermano borracho no la matara a empellones? Al primer corto de cerveza se desinhibía, y se volvía más locuaz, al segundo te abría su corazón y te contaba el drama de su vida, al tercero o caía en un trance de estulticia donde se balanceaba al intentar mantenerse en pie, o le daba llorona. Y él, lo que no soportaba eran los lloros, que para eso se iba a su casa. Había llegado a unas alturas en que se encontraba visiblemente cansado. ¡Envidiaba incluso la vida de las monjas! Imaginándose rutinas para nada exigentes pensó que la vida monacal no estaba tan mal comparada con la del vicioso, persiguiendo un asidero inalcanzable al tiempo que se rueda la cuesta abajo.

No quería ni mirarla. El hijo debía de haberse quedado ese viernes en casa de unos primos segundos. Y ella se había descontrolado más de lo habitual. Lo mejor era dejarla en su cama, y darse la media vuelta. Aquella no era carne de su gusto. Y él necesitaba descansar de lo más cansado que puede haber, de nada. No había esfuerzo puntual, ni siquiera el tirar de azada como un loco desentrenado que pudiera calmar su ansiedad, la de estar perdido del todo para el mundo del trabajo remunerado. ¡Con todos los vagos que había chupando del bote! Gente que cobraba sólo por fichar. Todas las frustraciones juntas, todos los complejos, le acorralaran simultáneamente. Haciéndole sentir al apaleador figurado siguiéndole los pasos a cualquier parte que fuera y con la paleta golpeándole el dorso a cada instante. Entonces se preguntaba qué demonios hacía él teniendo que ver con esa gente de cuarta o tercera fila. Él mismo, hijo de unos ignorantes ¡sus padres! Toda la vida trabajando para aquello. Cierto, que vivían cómodamente. Habían por fin, después de siglos de explotación de su propia generación, de las anteriores, y de los propios hijos, adquirido un buen piso en una zona centro...Cualquier vecino del pueblo era testigo de que él vivía todavía de sus padres, incluso estando su padre muerto; Pero el viejo había dejado todo bien amarrado.

La dejó a ella a la puerta de su casa, en el primer umbral, donde empezaba la subida al Barrio Viejo. Y con la misma se fue a la suya propia, donde posiblemente le esperaría su madre con la cena. Al entrar en el nuevo y flamante edificio de cómodos y amplios pisos, antes de llamar al ascensor, sólo de pensar en el dinero que se le iba a su madre en el pago de comunidad al mes sintió un súbito furor aún mayor que el que le había revuelto su compañera de repuesto nada más dejar el bar, cuando casi se la tiene que echar al hombro. Un día pondría una bomba en el portal y haría saltar la calle por los aires...



Habían vivido siempre con un pasar, gracias principalmente al esfuerzo de sus padres, gente del campo ¡Sus padres! ¡Menudos ignorantes! Ahuchar, ahuchar, eso es lo que habían hecho toda la vida, en vez de invertir en su educación. Y ¿para qué? ¿Para comprar alfombras?  Hasta en el salón había una alfombra persa. Alfombras y lámparas de cristal, para que se hiciese todavía más rico el de la mueblería del bajo comercial que ocupaba la mejor esquina de la calle, y metros y metros cuadrados de lujo que nadie se podía permitir. Tarde o temprano lo pagarían... Si todos los pisos de la calle eran iguales por fuera y por dentro. Si todo era un quiero y no puedo. Unos egoístas, eso habían sido sus padres. Nunca se habían preocupado mucho ni del porvenir de su hijo ni de su educación. Él podía haber sido cualquier gran cosa importante. Un hombre clave en la política en un momento histórico clave como aquel, momento de reconstrucción democrática, momento de prosperidad. Tenía voluntad, tenía carácter de lucha. Pero nunca había podido estudiar. Lo mismo que aquella mujer que no se le despegaba ni a sol ni a sombra, tampoco había podido estudiar la infeliz, ni habría valido para ello. Él era diferente. La sabiduría se filtraba hacia sus entresijos neuronales desde algún lugar supremo. Era como si tuviere un tercer ojo, como si la... Providencia, le hubiese elegido a él, por alguna causa. Su madre era mucha madre. Siempre la había visto rezando el rosario durante horas. Una mujer de tan sobria elegancia, piadosa y humilde tenía por descontado que haber obtenido alguna recompensa del Altísimo, entonces, ¿qué menos que haber alumbrado a un hijo superior? ¿Por quién rezaba su madre si no era por él?...Había humillado a su madre, decepcionándola, incluso levantándole la voz muchas veces. Él la había humillado. Ahora lloraba. Luego, arrojaba a gritos de la callejuela, a aquella mujer que le seguía por todas partes; Pero no le servía de nada. No se la sacaba ni con agua hirviendo. Y él no tenía dinero propio, el que obtenía haciendo algún que otro trabajillo esporádico no le duraba nunca mucho. Y a su madre, todavía tenía vergüenza, no iba a pedirle una asignación, lo más que se atrevía era a sisarle algo de la vuelta cuando le mandaba a por las compras.

Aquella pobre, se refería a la que se pingaba en ese mismo momento de su brazo, no tenía la culpa de su amargura. Ella no le seguía por dinero, lo sabía bien, era por algo mucho más incómodo, era por amor. Aunque posiblemente sólo fuera por compañía. Era una mujer que estaba muy, muy sola. No tenía ni siquiera amigas, y bebía demasiado.

   

Ese día se habían visto en una callejuela medio escondida entre el barrio nuevo y el antiguo. Y la vieja y sombría callejuela que llevaba a un taller de carpintería casi siempre cerrado, por lo menos a aquellas horas de la mañana, y que  acababa en los descampados que subían hacia la montaña, les servía a los dos para refugiarse de miradas indiscretas, miradas ajenas. Aquella mujer no tenía la culpa de un momento de debilidad suyo. Era un hombre. Tampoco tenía él la obligación de atenderla cada si y cada no, como si fuese de vez en cuando, como si hubiese firmado una subscripción con una entidad editorial, sólo porque se conocieran el día aquel en que ella casi se descalabra, y él caballerosamente hubo de acompañarla a ella y a su hijo hasta la misma casa de ella. Y sólo porque días más tarde al salir del bar coincidiera con ella, en penas, calores etílicos y sahumerios de tabaco... Aquella mujer era la antítesis de su santa madre. Aquella mujer vivía en un cuchitril, mientras él tenía el buen piso de sus padres. Por algo, por algo le seguía y no se despedía de él. 



 

Todavía existe un gran trozo de muralla del Bajo Medievo en El Camino Alto, medio comido por unas partes por los impactos de terrones y pedruscos que cayeron de la conocida como Cantera Ora con motivo de las progresivas ampliaciones a lo largo de siglos venideros del Camino Real, y medio enterrada por otras._ Y de aquellos tiempos inmemoriables, a la actual carretera general_ Le explicaba un hombre al otro._ Para entonces, ya los paisanos habían sabido aprovechar durante generaciones las antiguas terrazas de la vieja cantera acondicionando aquí buena parte de sus pequeños huertos, los que quedan maravillosamente colgantes, como ves, y a sotavento del nordeste que sopla por esta tierra. Luego siglos después llegados Los Franciscanos, construyeron su convento en aquellos arrabales de la villa sitos bajo la antigua cantera y levantaron las murallas ampliando con ellas el propio centro neurálgico de nuestra Villa.

Beato suspiró. En aquella obra los franciscanos habían aprovechado muchos de aquellos trozos de peña sueltas, originados en las sucesivas obras de los hombres a lo largo del tiempo, para realizar la magnificencia de su obra física. La moral no fue tan eficiente, puesto que tan solo dos siglos después, allá por El Renacimiento, fueron desahuciados por los propios habitantes del pueblo, los cuales, como siempre, y empezando por los más poderosos, evitando dar muestras de la más mínima consideración, los invitaron a construir en mitad de las marismas su nueva casa, como a quince quilómetros, bien lejos, o quizá veinte entre vueltas y recovecos, mediando entre su antiguo asentamiento, y la nueva elegida localización al otro lado de la manga de la ría.

_ ¿Tuvieron aquellos santos varones que pagar el peaje de la barca?_ Muchas veces me lo pregunto.

_ Supongo que no. La iglesia desde que se fundó, ha gozado siempre de privilegios.

_ Discrepo de esa teoría_ Musitó el más grande de los hombres._ Piensa en las persecuciones sufridas.

Sentados en la parte más baja de aquella muralla, y mirando hacia la bahía, una de las más hermosas que puedan ojos humanos contemplar, hablaban dos hombres jóvenes, unos de ellos amante indiscutible de la historia local, tan amante y encendido, como todos los que siembran de anacronismos favorables a su fantasía, la historia oficial. El otro, era yo. Cuando mi amigo me señaló ayende la ría el negro Monte Aldo de graciosa y perfecta curba sobresaliendo de las remansadas aguas de la blanca ensenada, destacando en la cadena del resto de los montes, el sol ya caía derramando toda una gracia de colores purpúreos sobre el mar. Y mientras hablábamos, fue el astro Helios desapareciendo justamente por detrás del Monte Ando a cuya protección, adosándose en su falda, inspiró Nuestro Dios, a sus errantes hijos, hermanos entre ellos, todos en aquellos aciagos momentos, sin hogar, la nueva localización de su convento.



_ Gracias por todas estas nociones de la historia de nuestro pueblo, que ignoraba como ignorante que soy._ Admití redundante.

Mi amigo se levantó entonces. De porte descomunal, posiblemente le llegaría yo a la altura del sobaco, se dobló hacía adelante, levemente, para sacudirse las brinas de hierba aplastada pegadas a las posaderas de sus pantalones y desprender el resto de tallos y hojitas secas de los bajos de su querido chaquetón de paño azulmarino; Prenda fetiche era aquel chaquetón, con la que a sí mismo se recordaba a su abuelo, viejo lobo de mar, cada vez que se contemplaba en el espejo.



_ Tengo que irme, porque me empieza ya el rosario.

Recogió su misal, y añadió antes de despedirse la siguiente frase: “Ya sabes. Ahora, buena parte de estas viñas son de las monjas, así que, cuídaselas bien.

Bien que lo sabía. Se adelantó el beato mientras yo recogía las herramientas de hortelano y las guardaba dentro del cobertizo. Al salir ya oscurecía, y me tropecé con una piedra lo bastante alta como para hacer de ella la piedra angular de otro cenobio, en el más lejano lugar de mi imaginación. Me había trabado un pie en una puñetera corrihuela. Tiré de la cuerda guía por donde corre la mala hierba, y era tan larga la maldita, que mientras la desarraigaba, salieron a relucir aparte de las comunes hiedras, unas cuantas zarzas incipientes, mas pinchudas y enredadoras ¡las condenadas! No iba a terminar nunca de limpiar aquello. Seguí y seguí bajo la escasa luz del crepúsculo, y fue entonces cunado topé con la entrada de una cueva medio hundida en el desnivel natural que formaba el terreno, y no más alta que yo, quizá incluso menos, pues el dintel de la entrada no tendría más de un metro cincuenta.

Escamado me quedé. Pero decidí marcharme. Iría yo también a misa. Estaba deseando coincidir con el amor de mis entretelas, vieja amiga de mi nuevo amigo. Y yo haciéndome aquellos planes, cuando al salir del huerto y cerrar la puerta, allí estaba la otra, la que no tengo ganas ni de nombrar, medio agazapada en la penumbra, apoyada en el muelle verdor del muro, tomando el frescor de la tarde quizá, por ver si la refrescaba el caletre y le bajaba los calores del vino.

Deja que otra voz narrante siga con la historia.