jueves, 6 de mayo de 2021

 

Todavía existe un gran trozo de muralla del Bajo Medievo en El Camino Alto, medio comido por unas partes por los impactos de terrones y pedruscos que cayeron de la conocida como Cantera Ora con motivo de las progresivas ampliaciones a lo largo de siglos venideros del Camino Real, y medio enterrada por otras._ Y de aquellos tiempos inmemoriables, a la actual carretera general_ Le explicaba un hombre al otro._ Para entonces, ya los paisanos habían sabido aprovechar durante generaciones las antiguas terrazas de la vieja cantera acondicionando aquí buena parte de sus pequeños huertos, los que quedan maravillosamente colgantes, como ves, y a sotavento del nordeste que sopla por esta tierra. Luego siglos después llegados Los Franciscanos, construyeron su convento en aquellos arrabales de la villa sitos bajo la antigua cantera y levantaron las murallas ampliando con ellas el propio centro neurálgico de nuestra Villa.

Beato suspiró. En aquella obra los franciscanos habían aprovechado muchos de aquellos trozos de peña sueltas, originados en las sucesivas obras de los hombres a lo largo del tiempo, para realizar la magnificencia de su obra física. La moral no fue tan eficiente, puesto que tan solo dos siglos después, allá por El Renacimiento, fueron desahuciados por los propios habitantes del pueblo, los cuales, como siempre, y empezando por los más poderosos, evitando dar muestras de la más mínima consideración, los invitaron a construir en mitad de las marismas su nueva casa, como a quince quilómetros, bien lejos, o quizá veinte entre vueltas y recovecos, mediando entre su antiguo asentamiento, y la nueva elegida localización al otro lado de la manga de la ría.

_ ¿Tuvieron aquellos santos varones que pagar el peaje de la barca?_ Muchas veces me lo pregunto.

_ Supongo que no. La iglesia desde que se fundó, ha gozado siempre de privilegios.

_ Discrepo de esa teoría_ Musitó el más grande de los hombres._ Piensa en las persecuciones sufridas.

Sentados en la parte más baja de aquella muralla, y mirando hacia la bahía, una de las más hermosas que puedan ojos humanos contemplar, hablaban dos hombres jóvenes, unos de ellos amante indiscutible de la historia local, tan amante y encendido, como todos los que siembran de anacronismos favorables a su fantasía, la historia oficial. El otro, era yo. Cuando mi amigo me señaló ayende la ría el negro Monte Aldo de graciosa y perfecta curba sobresaliendo de las remansadas aguas de la blanca ensenada, destacando en la cadena del resto de los montes, el sol ya caía derramando toda una gracia de colores purpúreos sobre el mar. Y mientras hablábamos, fue el astro Helios desapareciendo justamente por detrás del Monte Ando a cuya protección, adosándose en su falda, inspiró Nuestro Dios, a sus errantes hijos, hermanos entre ellos, todos en aquellos aciagos momentos, sin hogar, la nueva localización de su convento.



_ Gracias por todas estas nociones de la historia de nuestro pueblo, que ignoraba como ignorante que soy._ Admití redundante.

Mi amigo se levantó entonces. De porte descomunal, posiblemente le llegaría yo a la altura del sobaco, se dobló hacía adelante, levemente, para sacudirse las brinas de hierba aplastada pegadas a las posaderas de sus pantalones y desprender el resto de tallos y hojitas secas de los bajos de su querido chaquetón de paño azulmarino; Prenda fetiche era aquel chaquetón, con la que a sí mismo se recordaba a su abuelo, viejo lobo de mar, cada vez que se contemplaba en el espejo.



_ Tengo que irme, porque me empieza ya el rosario.

Recogió su misal, y añadió antes de despedirse la siguiente frase: “Ya sabes. Ahora, buena parte de estas viñas son de las monjas, así que, cuídaselas bien.

Bien que lo sabía. Se adelantó el beato mientras yo recogía las herramientas de hortelano y las guardaba dentro del cobertizo. Al salir ya oscurecía, y me tropecé con una piedra lo bastante alta como para hacer de ella la piedra angular de otro cenobio, en el más lejano lugar de mi imaginación. Me había trabado un pie en una puñetera corrihuela. Tiré de la cuerda guía por donde corre la mala hierba, y era tan larga la maldita, que mientras la desarraigaba, salieron a relucir aparte de las comunes hiedras, unas cuantas zarzas incipientes, mas pinchudas y enredadoras ¡las condenadas! No iba a terminar nunca de limpiar aquello. Seguí y seguí bajo la escasa luz del crepúsculo, y fue entonces cunado topé con la entrada de una cueva medio hundida en el desnivel natural que formaba el terreno, y no más alta que yo, quizá incluso menos, pues el dintel de la entrada no tendría más de un metro cincuenta.

Escamado me quedé. Pero decidí marcharme. Iría yo también a misa. Estaba deseando coincidir con el amor de mis entretelas, vieja amiga de mi nuevo amigo. Y yo haciéndome aquellos planes, cuando al salir del huerto y cerrar la puerta, allí estaba la otra, la que no tengo ganas ni de nombrar, medio agazapada en la penumbra, apoyada en el muelle verdor del muro, tomando el frescor de la tarde quizá, por ver si la refrescaba el caletre y le bajaba los calores del vino.

Deja que otra voz narrante siga con la historia.



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