Le dio rabia y le entró como una especie de asco cuando la vio temblar sólo porque le había echado cuatro gritos. ¿Cómo no sentir vergüenza de semejante compañía? En mala hora se había dejado envolver. No era mala mujer. Por lo general hablaba muy poco, se había hecho a mantener esa especie de silencio que guardan los que no tienen mucho bueno que contar, más bien al contrario. Y ¿qué iba a contar esta pobre? ¿Que había tenido que salir de casa de su madre para que su hermano borracho no la matara a empellones? Al primer corto de cerveza se desinhibía, y se volvía más locuaz, al segundo te abría su corazón y te contaba el drama de su vida, al tercero o caía en un trance de estulticia donde se balanceaba al intentar mantenerse en pie, o le daba llorona. Y él, lo que no soportaba eran los lloros, que para eso se iba a su casa. Había llegado a unas alturas en que se encontraba visiblemente cansado. ¡Envidiaba incluso la vida de las monjas! Imaginándose rutinas para nada exigentes pensó que la vida monacal no estaba tan mal comparada con la del vicioso, persiguiendo un asidero inalcanzable al tiempo que se rueda la cuesta abajo.
No quería ni mirarla. El hijo debía de haberse quedado ese viernes en casa de unos primos segundos. Y ella se había descontrolado más de lo habitual. Lo mejor era dejarla en su cama, y darse la media vuelta. Aquella no era carne de su gusto. Y él necesitaba descansar de lo más cansado que puede haber, de nada. No había esfuerzo puntual, ni siquiera el tirar de azada como un loco desentrenado que pudiera calmar su ansiedad, la de estar perdido del todo para el mundo del trabajo remunerado. ¡Con todos los vagos que había chupando del bote! Gente que cobraba sólo por fichar. Todas las frustraciones juntas, todos los complejos, le acorralaran simultáneamente. Haciéndole sentir al apaleador figurado siguiéndole los pasos a cualquier parte que fuera y con la paleta golpeándole el dorso a cada instante. Entonces se preguntaba qué demonios hacía él teniendo que ver con esa gente de cuarta o tercera fila. Él mismo, hijo de unos ignorantes ¡sus padres! Toda la vida trabajando para aquello. Cierto, que vivían cómodamente. Habían por fin, después de siglos de explotación de su propia generación, de las anteriores, y de los propios hijos, adquirido un buen piso en una zona centro...Cualquier vecino del pueblo era testigo de que él vivía todavía de sus padres, incluso estando su padre muerto; Pero el viejo había dejado todo bien amarrado.
La dejó a ella a la puerta de su casa, en el primer umbral, donde empezaba la subida al Barrio Viejo. Y con la misma se fue a la suya propia, donde posiblemente le esperaría su madre con la cena. Al entrar en el nuevo y flamante edificio de cómodos y amplios pisos, antes de llamar al ascensor, sólo de pensar en el dinero que se le iba a su madre en el pago de comunidad al mes sintió un súbito furor aún mayor que el que le había revuelto su compañera de repuesto nada más dejar el bar, cuando casi se la tiene que echar al hombro. Un día pondría una bomba en el portal y haría saltar la calle por los aires...
Habían vivido siempre con un pasar, gracias principalmente al esfuerzo de sus padres, gente del campo ¡Sus padres! ¡Menudos ignorantes! Ahuchar, ahuchar, eso es lo que habían hecho toda la vida, en vez de invertir en su educación. Y ¿para qué? ¿Para comprar alfombras? Hasta en el salón había una alfombra persa. Alfombras y lámparas de cristal, para que se hiciese todavía más rico el de la mueblería del bajo comercial que ocupaba la mejor esquina de la calle, y metros y metros cuadrados de lujo que nadie se podía permitir. Tarde o temprano lo pagarían... Si todos los pisos de la calle eran iguales por fuera y por dentro. Si todo era un quiero y no puedo. Unos egoístas, eso habían sido sus padres. Nunca se habían preocupado mucho ni del porvenir de su hijo ni de su educación. Él podía haber sido cualquier gran cosa importante. Un hombre clave en la política en un momento histórico clave como aquel, momento de reconstrucción democrática, momento de prosperidad. Tenía voluntad, tenía carácter de lucha. Pero nunca había podido estudiar. Lo mismo que aquella mujer que no se le despegaba ni a sol ni a sombra, tampoco había podido estudiar la infeliz, ni habría valido para ello. Él era diferente. La sabiduría se filtraba hacia sus entresijos neuronales desde algún lugar supremo. Era como si tuviere un tercer ojo, como si la... Providencia, le hubiese elegido a él, por alguna causa. Su madre era mucha madre. Siempre la había visto rezando el rosario durante horas. Una mujer de tan sobria elegancia, piadosa y humilde tenía por descontado que haber obtenido alguna recompensa del Altísimo, entonces, ¿qué menos que haber alumbrado a un hijo superior? ¿Por quién rezaba su madre si no era por él?...Había humillado a su madre, decepcionándola, incluso levantándole la voz muchas veces. Él la había humillado. Ahora lloraba. Luego, arrojaba a gritos de la callejuela, a aquella mujer que le seguía por todas partes; Pero no le servía de nada. No se la sacaba ni con agua hirviendo. Y él no tenía dinero propio, el que obtenía haciendo algún que otro trabajillo esporádico no le duraba nunca mucho. Y a su madre, todavía tenía vergüenza, no iba a pedirle una asignación, lo más que se atrevía era a sisarle algo de la vuelta cuando le mandaba a por las compras.
Aquella pobre, se refería a la que se pingaba en ese mismo momento de su brazo, no tenía la culpa de su amargura. Ella no le seguía por dinero, lo sabía bien, era por algo mucho más incómodo, era por amor. Aunque posiblemente sólo fuera por compañía. Era una mujer que estaba muy, muy sola. No tenía ni siquiera amigas, y bebía demasiado.
Ese día se habían visto en una callejuela medio escondida entre el barrio nuevo y el antiguo. Y la vieja y sombría callejuela que llevaba a un taller de carpintería casi siempre cerrado, por lo menos a aquellas horas de la mañana, y que acababa en los descampados que subían hacia la montaña, les servía a los dos para refugiarse de miradas indiscretas, miradas ajenas. Aquella mujer no tenía la culpa de un momento de debilidad suyo. Era un hombre. Tampoco tenía él la obligación de atenderla cada si y cada no, como si fuese de vez en cuando, como si hubiese firmado una subscripción con una entidad editorial, sólo porque se conocieran el día aquel en que ella casi se descalabra, y él caballerosamente hubo de acompañarla a ella y a su hijo hasta la misma casa de ella. Y sólo porque días más tarde al salir del bar coincidiera con ella, en penas, calores etílicos y sahumerios de tabaco... Aquella mujer era la antítesis de su santa madre. Aquella mujer vivía en un cuchitril, mientras él tenía el buen piso de sus padres. Por algo, por algo le seguía y no se despedía de él.
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