El problema es que él no era feliz. Sus padres se metían demasiado en sus asuntos. Y él estaría mucho más satisfecho de su propia vida si ellos no existieran. Pero ¿Cómo podría explicárselo? "Lleváis toda la vida protegiéndome. Sois muy cansinos."
El joven que hablaba así era un vasquito, posiblemente de Bilbao, alto y delgado, más que de Vizcaya, su fenotipo debía de provenir de Las Landas. Tenía un porrito en la mano y le estaba metiendo la chapa a Nurita, la cual no acababa de sacarle el gusto al té "si por lo menos llevara unas pastas. Ella, que era tan dulcera....Cómo podía haberle terminado convenciendo esta Marijose de hacer semejante excursión. Porque no podía denominarse de otra cosa a ese transporte extraño. Que quería ir a ligar. No habrá sitios mejores en Laredo o Colindres. Por lo menos hay aceras. De pasear, nada. Olvídate con aquellas sandalias suyas. Al cruzar el riachuelo pensó en descalzarse. Menos mal que el dueño del lugar- o ¿señor del lugar debería decir?- asomó por un ventano del chiringuito su cabeza como un sol, desparramada sobre el marco que hacía de alfeizar su cabellera desortijada, rubia como la miel y brillante como...como los brillantes, amatistas, ágatas. ¡Oh Dios! Se había enamorado. ¿Cómo no enamorarse? Había sido tan... tan galante, tan hidalgo. Tan-tan- tan. Nurita sonreía, cantaba por dentro. El té ya debía de estar templado, con bien de azucar sabía rico... ¿Sabéis? Salió raudo como un caballero para asir su mano con la suya, calluda, morena y fuerte, donde ella pudo apoyarse y volverse a calzar, luego les indicó a Marijose, que es siempre una precipitada, y a ella, a la cual no soltó de la mano en todo el rato, el camino del puente... Mejor, puentecillo. Aquel Brillante Señor del Lugar lo había construido con sus propias manos, aquellas manos suyas, inquietas, atezadas, viriles...El puentecillo era una mezcla de ingeniería rústica y moderna al mismo tiempo... Nurita, la cual se había pasado toda su niñez creyendo en los cuentos de hadas, se sintió como en uno de esos cuentos hecho realidad. El joven vasco se había callado un rato, sus pensamientos divagaban perdidos en un mar de rencores.
No soltó su mano. No, no había soltado su mano hasta hallarse ella, la joya adorada, cómodamente sentada en el velador que había sobre una medio escondida plataforma donde sobresalía una pared de cristal de colores hecha con botellas, o ¿era un cobertizo? Sí, aquello parecía un antiguo pajar. Las vigas se cruzaban sobre su cabeza. Pendientes de algunas de las más exteriores colgaban unas madreselvas, y unos kiwis, posiblemente, los primeros que se habían plantado en todo el norte de España. Nurita jamás había visto aquella extraña fruta con pelo. Qué cosas tan raras...El joven de Bilbao bebía cerveza. Su pelo rubio sin brillo, blanquecino y lacio se le pegaba a la frente. Decía que estaba estudiando Comunicaciones y que estaba hasta las pelotas de haberse pasado la vida estudiando. Que aunque su padre era ingeniero industrial, no podía comparar la ingeniería de comunicaciones, con la suya, que al fin y al cabo no dejaba de ser un mecánico. Mientras que él, a él sólo le faltaba que le plantaran unos electrodos en la cabeza para ir conectado a todas partes. Que estaba hasta las pelotas del puto ordenador y los putos comandos. Que se le estaba quedando el culo plano con el cuerpo todo el día pegado a la silla. Que cuando se levantaba de frente a la mesa de estudio le dolían hasta las rodillas. Que nunca llegaría a colapsarse su masa muscular porque jamás la desarrollaría en su puta vida, con aquella puta vida de mierda. Que la asignatura de programación se la regalaba a su madre, funcionaria dentro de la incipiente maquinaria del recién nacido Gobierno vasco. ¡Que ya estaba bien de perder su vida!...
Sí, eso. ya estaba bien. ¿Dónde se había metido su amor? "Creo que está dentro, en la casa, o en el chiringuito?" Y "¿Dónde se habrá metido Marijose?..."
Bajo la solana enorme y saliente donde resplandecía el sol del medio día, la penumbra no le dejaba vislumbrar el interior del bar. La puerta era bajita y estrecha, hecha de tablas de obra, y pintada, o mejor despintada, de parchones de color verde aguamarina, cal y azul añil. En unas letras rojo bermellón se leía la palabra bar. Allí dentro, sentada en una banqueta alta parecía distinguir la cadera ancha y la espalda estrecha de Marijose. ¡Muy bonito! Ella pelando la pava con un hombre interesante y ella allí, como una flor mustia escuchando el drama de un loco, o mejor sea dicho, lo que parecía un pijo frustrado. Marijose le habría denominado así con todas las letras.
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