martes, 2 de marzo de 2021

Las exageraciones nunca fueron buenas 0

 



   Le dio rabia y le entró como una especie de asco cuando la vio temblar sólo porque le había echado cuatro gritos. Había llegado a unas alturas en que se encontraba visiblemente cansado. Era como si tantas frustraciones juntas estuvieran apaleándole más que nunca. Sentía literalmente al apaleador siguiéndole los pasos a cualquier parte que fuera y con la paleta golpeándole el dorso a cada instante. Era hijo de unos ignorantes ¡sus padres! Toda la vida trabajando para aquello. Cierto es que vivía cómodamente. Habían por fin, después de siglos de explotación de su propia generación y de las anteriores, adquirido un buen piso, en una zona centro...Cualquier vecino del pueblo era testigo de su fracaso. Un día pondría una bomba en el portal y haría saltar la calle por los aires... Cierto era que vivían con un pasar, ¡sus padres! ¡menudos ignorantes! Ahuchar, ahuchar, eso es lo que habían hecho toda la vida, en vez de invertir en su educación. Y ¿para qué? Para comprar alfombras.  Hasta en el salón había una alfombra persa. Alfombras y lámparas de cristal, para que se hiciese todavía más rico el de la mueblería del bajo comercial que ocupaba la mejor esquina de la calle, y metros y metros cuadrados de lujo que nadie se podía permitir. Tarde o temprano lo pagarían... Si todos los pisos de la calle eran iguales por fuera y por dentro. Si todo era un quiero y no puedo. Unos egoístas, eso habían sido sus padres. Nunca se habían preocupado mucho ni del porvenir de su hijo ni de su educación. Él podía haber sido cualquier gran cosa importante. Un hombre clave en la política en un momento histórico clave como aquel, momento de reconstrucción democrática, momento de prosperidad. Tenía voluntad, tenía carácter de lucha. Pero nunca había podido estudiar. Lo mismo que aquella mujer que no se le despegaba ni a sol ni a sombra, tampoco había podido estudiar la infeliz, ni habría valido para ello. Él era diferente. La sabiduría se filtraba hacia sus entresijos neuronales desde algún lugar supremo. Era como si tuviere un tercer ojo, como si la... Providencia, le hubiese elegido a él, por alguna causa. Su madre era mucha madre. Siempre la había visto rezando el rosario durante horas. Una mujer de tan sobria elegancia, piadosa y humilde tenía por descontado que haber obtenido alguna recompensa del Altísimo, entonces, qué menos que haber alumbrado a un hijo superior. ¿Por quién rezaba su madre si no era por él?...Había humillado a su madre. Él la había humillado. Ahora lloraba. Luego, arrojaba a gritos de la callejuela, a aquella mujer que le seguía por todas partes. Se habían visto en un lugar poco frecuentado, no muy lejos entre el barrio nuevo y el antiguo. Y la vieja y sombría callejuela que llevaba a un taller de carpintería casi siempre cerrado, por lo menos a aquellas horas de la mañana, y que  acababa en los descampados que subían hacia la montaña, les servía a los dos para refugiarse de miradas indiscretas, miradas ajenas. Aquella mujer no tenía la culpa de un momento de debilidad suyo. Era un hombre. Tampoco tenía él la obligación de atenderla cada si y cada no, como si fuese de vez en cuando, como si hubiese firmado una subscripción con una entidad editorial, sólo porque un día al salir tarde del bar coincidiera con ella, en penas, calores etílicos y sahumerios de tabaco. Aquella mujer era la antítesis de su santa madre. Aquella mujer vivía en un cuchitril, mientras él tenía el buen piso de sus padres. Por algo, por algo le seguía y no se despedía de él. 

   A veces, reconocía dejarse llevar de la violencia. Lo mismo le gritaba a su madre que a la Virgen Santísima. Pero aquella mujer, podía llevarle a la exasperación, aunque luego acabaran en la misma cama. Era delgada y frágil. Sólo el alcohol parecía dotarla de fuerza y tono muscular, desinhibición y calor entre los muslos. Su pelo bruñido y negro, su larga melena ondulada olía siempre bien, como la hierba fresca  bajo el calor del verano. Su pequeña casa estaba siempre limpia. Era un espacio humilde recientemente encalado, y  albergaba tan sólo los estrictos enseres necesarios. La televisión estaba en el cuarto del niño. A ella no le gustaba la televisión. El niño se quedaba dormido viendo la televisión mientras ellos podían estar juntos después de haber entrado a hurtadillas hasta el cuarto de ella. Entonces él, la trataba bien, dulcemente, y también le hacía prometerle que no le seguiría más por la calle, aunque aquella fuese la última vez que yacían juntos, Qué él era libre, que él nunca le había pedido un compromiso. Que cuidara de su hijo, que él la ayudaría con lo que fuera aunque no fuera hijo de él. Que comprendiera que no podían mezclarse hasta hacerse inseparables, que si quería matar a su madre de un disgusto, después de la pérdida reciente de su padre, solo le faltaba eso a la pobre. Que claro que quería tener nietos su madre; Pero nietos propios, no de verte tú a saber quien. 

   Entonces callaban los dos. Oía en el silencio la respiración del niño el cual dormía plácidamente en la otra habitación. Al día siguiente sería domingo. Él saldría de madrugada sin dejar que el niño le viera. Y luego regresaría llevando unos cruasanes, para desayunar  los tres juntos, él, con la mujer y el niño. El niño no tenía la culpa. Se veía a si mismo en aquella tierna edad, un poco reflejado en el chavalín de 11 años, cuando llegaron desde el pueblo aldea al pueblo ciudad, sus padres, él y su hermana.  Conocía al niño junto a su madre desde que el muchachito tendría unos nueve. Era un niño que no tenía muchos amigos, callado y serio, como acomplejado. Los otros vecinos del pueblo no querían que sus propios hijos anduvieran con un hijo de donnadie. Una razón más para que él tomara venganza y pusiese una bomba. Algo se le enternecía entonces por dentro. Una pena profunda le embargaba el alma y casi tenía ganas de llorar. Apagaba el cigarrillo.

_ ¿Qué te pasa? _ Preguntaba la mujer somnolienta.  La cabeza pequeña de la mujer, melena desparramada en la almohada,  yacía apoyada en su brazo dejándole la extremidad dormida.

 _ No es nada. Se me ha metido un poco de humo en  un ojo, y ahora me escuece. Voy a dormir. Entonces, apagaba el cigarrillo y  volviéndose de espaldas lo intentaba, intentaba dormir.

  Después de desayunarse podían ir a dar una vuelta por la playa, y luego jugar un poco con la pelota de futbol. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario